El reggae y el rastafarismo en Sudáfrica: el eco inconcluso de la resistencia contra el apartheid
- RootsLand
- hace 1 día
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Redacción: Fer Valdep
El reggae y el movimiento rastafari ofrecieron una plataforma simbólica y práctica contra el apartheid: musicalizaron la protesta, conectaron luchas globales y ayudaron a construir narrativas de dignidad. Pero la música que apoyó la liberación también quedó, en buena medida, en los márgenes de la memoria oficial y de las políticas culturales posteriores.

Durante las décadas de segregación racial institucionalizada en Sudáfrica, el reggae llegó como un vehículo de identificación para amplios sectores de la población negra. Sus ritmos y, sobre todo, sus letras, inspiradas en la tradición de lucha de Jamaica y en el mensaje de artistas como Bob Marley o Peter Tosh, se adaptaron rápidamente al contexto sudafricano: hablaron de opresión, de represión policial y de esperanza en la emancipación. En ese proceso, el rastafarismo ofreció un marco espiritual y simbólico que reforzó la conciencia negra y la conexión con la diáspora africana.
No obstante, la relación entre música y resistencia no fue lineal ni exenta de tensiones. El aparato de censura y control cultural del régimen del apartheid procuró silenciar, marginar o inhibir expresiones musicales críticas. Muchas canciones y artistas enfrentaron vetos, acoso y persecución. En ese contexto, el reggae fue doblemente incómodo: por un lado, su denuncia directa encajaba mal con el discurso del régimen; por otro, la asociación con el rastafarismo —una expresión cultural extraña para el orden racial— llevó a quienes lo practicaban a sufrir un trato especialmente duro.
El impacto práctico del reggae en la lucha antiapartheid fue tanto simbólico como organizativo. Bandas locales y artistas como Lucky Dube, Carlos Djedje y Colbert Mukwevho contribuyeron a popularizar mensajes de igualdad y justicia, llevando esas narrativas a las zonas marginales donde la política institucional no lograba penetrar. El reggae sirvió como puente entre el conflicto local y la solidaridad internacional, alimentando la legitimidad moral del movimiento antiapartheid y visibilizando la represión más allá de las fronteras. Sin embargo, la influencia del género no se tradujo en un reconocimiento formal o en políticas culturales inclusivas tras 1994.
Las primeras elecciones democráticas marcaron, políticamente, el fin del régimen legal del apartheid y el inicio de promesas de redistribución y reparación. Millones de sudafricanos votaron por primera vez, consagrando a Nelson Mandela y al ANC como fuerza hegemónica en la nueva etapa. Pero tres décadas después, buena parte de las demandas económicas y culturales siguen sin resolverse: la desigualdad estructural, el desempleo y la precariedad hacen que la banda sonora de la resistencia —incluido el reggae— conserve un papel crítico más que conmemorativo. Esa persistencia convierte la música en un recordatorio incómodo: la liberación política no produjo automáticamente justicia.
En términos culturales, el rastafarismo y el reggae permanecen en espacios comunitarios alternativos como mercados, sound systems, radios locales y festivales. Esta realidad pone en evidencia una tensión contemporánea: mientras la versión oficial celebra los hitos de la liberación, la vitalidad política del reggae sigue anclada a prácticas populares que exigen autonomía y critican el abandono de las agendas de dignidad.
El desafío para la Sudáfrica post-apartheid es, por tanto, político e institucional: debe reconocer que la música que sostuvo la lucha no solo merece ser recordada, sino que reclama presencia activa en las políticas culturales destinadas a combatir la desigualdad y evitar la mera estetización de la memoria histórica.
