Por: Fernando Silva
Cuando la violencia con su despiadada crueldad incide de manera directa en el caos propagado en comunidades rurales, ciudades y países, los propósitos de armonía social se quebrantan. Por lo que razonar sobre construir una vida orientada y coherente que nos lleve hacia la defensa de los derechos humanos y a una democracia liberal, resulta complejo por efecto de la prosaica soberbia, desmedida avaricia, tremenda apatía y extendida falta de conocimiento. De esta manera, costumbres tan básicas como el ser ejemplo de calidad humana al brindar un respetuoso saludo al prójimo, no generar cohecho, ceder el asiento en el transporte público a personas que lo que requieren, conversar en familia, leer y compartir la opinión, sostener la puerta cuando entramos a algún lugar y viene una persona detrás, pedir con amabilidad las cosas, brindar ayuda desinteresadamente, devolver la cartera hallada, no tirar basura en la calle y hasta recoger las heces de las mascotas, resulta que ahora cada vez más, es una práctica inversa.
Desgraciadamente, los actos violentos, abarcan todo tipo de crimen que se produce contra alguna persona, grupo social, cualquier especie animal o vegetal y hacia la Tierra, resultado de un sinnúmero de causalidades relacionadas con la mala práctica de la justicia social, en donde su principal y doloroso cómplice resulta ser aquel que permite perversa desdicha al no evitarla y denunciarla o, simplemente, guardando silencio y considerar como mejor solución no hacer nada.
Ubicándonos en el inicio de la tercera década del siglo XXI, las formas y proceder de las agresiones y arbitrariedades que se gestan desde el seno familiar o por la intimidación sexual, los enfrentamientos entre grupos sociales, pueblos y naciones, los asesinatos y robos, la corrupción y el cohecho, la destrucción de patrimonio público, las conductas y acciones agresivas por defender ideologías retrógradas y corrosivas, el acoso en los centros escolares, el terrorismo, el narcotráfico, la trata de personas, la mala educación… constituyen un lamentable entorno que, de continuar así, es altamente probable que la desorganización social terminará por dejar de lado los sanos y productivos hábitos personales y sociales, y en consecuencia, experimentaremos una catastrófica situación en donde la humanidad —en franca decadencia— puede dejar de existir. Quizás, por otra parte, para el resto de la biodiversidad, así como para la Tierra, esta circunstancia les resulte más que propicia.
En este entendido, vale observar las aportaciones a los derechos humanos que produjeron las teorías contractualistas y del derecho natural racionalista que, en conjunto, y gracias a sus sistemáticas bases —desde finales del siglo XVIII— posibilitaron y conformaron las razones a favor de las declaraciones liberales de derechos de la humanidad. Lo que nos lleva también a considerar el texto «A Garbage Can Model Of Organizational Choice» (El bote de basura como modelo de elección organizacional) publicado en la revista Administrative Science Quarterly de los profesores Michael D. Cohen, James G. March y Johan P. Olsen, el cual se consolidó como uno de los documentos indispensables para el pensamiento organizacional, en particular, y para la teoría social, en general.
El escrito fue desarrollado de tal manera que su metodología permite un matiz de perspicaz rebeldía e irreverencia fundamentada. Asimismo, sus innovadoras categorías, sacudieron hondamente el discernimiento de la organización como ente de estudio y, por otra parte, incidieron en la consolidación de una escuela del pensamiento organizacional e institucional de importante contribución a las ciencias sociales, y que desde entonces ampara críticamente el arquetipo de «Anarquías organizadas» o el modelo de «Bote de basura». En este contexto, la exclusión social se manifiesta como parte del lúgubre e insepulto sistema social capitalista de los siglos XIX, XX y lo que va del XXI.
Lo lamentable es que en todos los países se observa como la pobreza y la violencia son la principal discordancia de las sociedades, más, de las que se asumen «modernas» o de lo que se suscribe como el statu quo. En estos sensibles escenarios, dos aspectos están en la mira: Los modelos neoliberales de orientación económica y la globalización, de esta manera, el neoliberalismo convirtió al conjunto de transacciones de procesos o intercambio de bienes o servicios en la única referencia reguladora por encima de las responsabilidades sociales que tienen los gobiernos hacia sus respectivas naciones. Por lo tanto, quienes defienden y practican tan radical teoría político-económica, no les importan las privaciones a las que someten a las poblaciones, ni tampoco los derechos que tiene la gente, lo único que les incumbe es la oferta y la demanda, es decir, el mangoneo de los mercados financieros que un minúsculo e incomprensible grupo de empresarios sistematiza.
En este perverso entorno, los valores tradicionales que constituyen el grado ético más elevado de la humanidad, son reemplazados por un orden inhumano y hasta cruento, en donde la pobreza y el terrorismo —como herramienta de miedo— aparecen aquí como el rendimiento de su productividad y competencia, haciendo que la humanidad sea aún más vulnerable a todo tipo de violencia. Por lo que es necesario recapacitar para defender nuestros derechos con los elementos que nos brindan los valores humanos, aquellos que nos permiten diferenciar lo justo de lo injusto. De ahí la importancia de que el juicio moral nos faculte para determinar en conciencia qué acción, conducta o actitud es la más acertada en un momento determinado.
Tener siempre presente que los cambios sociales no están en estos miserables personajes que dictan normas económicas desde sus lúgubres corporaciones, sino en la organización social que razona y actúa en pro del bien común.
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